Hace ya muchos muchos años le oí decir a un pene escritor una cosa que
ahora repetiría pero ya no me acuerdo (hace muchos demasiados años
y
no me apunté la cita), quizá otro día me acuerde, pero hoy aquello que
dijo
el gran escritor de pene está encerrado en algún cojón oxidado de
la memoria y
no hay manera de recordar. Tampoco se pierde nada con
el olvido, el señor don
aquel era tan poco original que ni llegaba a
mediocre, y era además un escritor
de escroto racial y mucho machote
a por ellos oé oé. Sí puedo decir su nombre,
pues aunque no alcanzó
la fama, tuvo repercusión y bombo y platillo en los
medios de
incomunicación allá por la década de los ochenta o noventa, de qué
siglo ya no sé, pero su nombre ya da pistas sobre la anquilosada lejanía
de sus
orígenes: Don Filemón Mosistraco de los Santos Santos. Sí, largo
nombre para un
hombre de cortas miras y prejuicios eternos, así que
la gente del pueblo le
llamó Fi, y la irreverencia popular transformó
aquel Filemón Mosistraco en el
más ágil y divertido Fi Mosis. Y no es
que el nunca suficientemente enterrado
escritor tuviera algún problema
con la bajada y subida de su prepucio, al
contrario, lo cierto es que
su prepucio era tan elástico que con facilidad
podía subírselo hasta
el sobaco izquierdo y meterlo allí para que no se le
constipara en las
solitarias noches de invierno. No no no, él problemas de
prepucio no
tenía, pero ya sabemos cómo es la gente, inventa leyendas y se las
cree,
incluso hay quien, como el escritor desconocido que esto escribe, se
inventa
una historia así para reírse de los rancios abolengos que todavía
hoy reinan en
la intelectualidad reinante y para imaginar que alguien
se ríe con él y, también,
para finalizar sin más estas palabras
con un fino y afinado fin. Fin.