A falta de
media hora para las dos, el sol cocina a fuego lento el centro
de la ciudad. La
plaza de hormigón armado con arena del desierto está
tan vacío que los cuatro
árboles que la habitan se han ido al amanecer,
asqueados por la temperatura
indecente, y no volverán hasta que
alguien encarcele a los mil demonios que
diseñaron ese infierno. No
son horas ni calores para una primera cita, piensa
ella mientras airea
sin disimulo la camiseta de tirantes, ahí debajo dos
afluentes de sudor
recorren la piel del escote y se reúnen en el lago que hay
entre un
pecho y el otro para luego bajar en cascada hasta el ombligo humeante.
Del pubis mejor no hablar, ya es una cuba de vino caliente donde
fermenta una
flora y una fauna que ni el más osado reportero del
National Geographic se
atrevería a explorar. Porque todo el cuerpo
está siendo torturado por sales
resecantes y aceites pegajosos, y
los maquillajes y los desodorantes dejan
rastros de lava negra
en esa figura ahora irreconocible que hace equilibrios
sobre unos zapatitos de mantequilla hirviendo.
Busca en la
estufa de su bolso el móvil para ver la hora pero ella
ya no puede ver nada. El
peinado que salió esta mañana de la pelu
se ha descompuesto y el amasijo
desquiciante de tinte y picores le
ha invadido toda la cara y, justo cuando
está al borde del desmayo o
del ataque de pánico, siente un beso sorprendente y
refrescante en
el cuello, y escucha a través de la selva asfixiante Hola, ya
estoy aquí.
Y alguien la rocía con finas gotas por los cuatro costados, y la
desnuda,
y la desmaquilla, y la destiñe, y la desodoriza y la rehidrata. Y la
limpia
entera con firmeza y suavidad. Es fresco y elegante su tacto. Y su
aliento
es amoroso hasta el punto de llegar a un orgasmo prematuro
casi sin darse
cuenta, con un gemido ronco que le emerge de algún
río subterráneo que ella
desconocía y que le regala un chorro de
placer puro y escandalosamente
inocente. Y temblorosa logra
apartarse el pelo húmedo que le tapa los ojos y se
descubre amada
por la nube más bella de toda la atmósfera celestial, y entonces
deja
de temblar y toma las riendas y la cabalga frenética y salvaje, medio
derretida por fin, hasta fundirse las dos en un largo relámpago que
las lleva
directamente al centro mismo del paraíso eterno.
A las dos en
punto un señor trajeado y calado hasta los calzoncillos
mira perplejo la
tormenta que se aleja y, todavía con una cajita
de bombones haciendo caca en
sus manos, llega a la
conclusión de que algo no ha ido bien en esta cita.