dimarts, 3 de març del 2020











Hace unas semanas el jugador de fútbol Moussa Marega abandonaba un partido 
en Portugal porque no quiso sufrir más insultos racistas. Se plantó y se marchó. 
Lo que más me sorprendió fue que los compañeros de su equipo (y algunos del otro) 
hicieron lo imposible para impedirle la salida, y todas las cámaras se centraron en él, 
en su intento una y otra vez abortado por salir del campo. No lo hacían con mala 
intención, los otros jugadores, pero consiguieron que la injusticia fuera doble: la 
víctima de racismo se convirtió en víctima de acoso, y todas las cámaras le buscaban 
en su desesperado y laberíntico intento por irse de allí. Él quería irse, y no 
le dejaban. Cuando al final lo consiguió, el partido se reanudó sin él.

Lo suyo, creo yo, habría sido solidarizarse con Marega, los dos equipos y el árbitro, 
y decirle a la policía Avísenos cuando hayan echado a los entes insultantes, entonces 
volveremos a jugar. Pero el sistema actual no funciona así: en España, donde la lista 
de odio racista en el deporte profesional es larga, solo se ha suspendido un partido 
por insultos a un jugador y ¡oh, casualidad!, ¡es un futbolista que no esconde su 
simpatía por grupos paramilitares de ultraderecha! Le gritaron puto nazi a un 
nazi y lo pararon todo. Le gritan puto negro a un negro y venga, a 
seguir, que el espectáculo debe continuar. 

La sociedad actual está llena de supremacistas, gente que se autoproclama 
superior por ser blanca, o por ser de un país, o de un gremio, o de un sexo, o de 
un club de fútbol. Hay hasta quien se cree superior por ser humano, y crea un 
pedestal imaginario (como hizo el nazismo, que creó un imaginario pedestal ario) 
para elevarse sobre todo lo demás y maltratar desde ahí, por ejemplo, a un toro. 

El toro, en la plaza, se quiere ir y no le dejan, el espectáculo consiste, 
precisamente, en hacerle sufrir, para mayor gloria del humano supremacista. 
Y plazas de tortura hay muchas en la sociedad del espectáculo, y solo es necesario 
un poco de solidaridad (la que no tuvieron los compañeros de Marega) y un poco de 
empatía para eliminar, también, la plaza de tortura machista (no soy mujer, y eso 
no me impide sentir el dolor de una mujer como propio, por eso apoyo la causa 
feminista), o la plaza de tortura económica, o la plaza de tortura de las fronteras 
(¿sabes lo que está pasando estos días en Grecia?). Podemos denunciarlas, si 
queremos. Y abolirlas, si nos unimos. Si nos unimos sin importarnos de qué 
color, o de qué sexo, o de qué etnia, o de qué qué. Si evolucionamos 
a mejor, que ya va siendo hora.




-X.S.-