dijous, 11 de novembre del 2021





 




“Quien no ama siempre tiene la razón, es lo único que tiene”. 
Antonio Gala

Fue una ratita filósofa que vivía en una lejana ermita quien me contó el
 cuento de ella. Ella era un chiste, un chiste de los buenos y elegantes,
 aunque había quienes opinaban a la contra y la tildaban de chiste malo 
o chiste guarro del que reírse un rato. Y también la ratita me contó el
 cuento de él. Él era también un chiste, un chiste cualquiera, un chiste de
 esos que un día se engancha en una alambrada de la frontera, y al día
 siguiente amanece con las verdades deshilachadas y ridículos
 inconfesables colgados en la punta de la lengua.

Eran, siguió contando la ratita filósofa, dos pobres chistes tristes que
 comían trinos en un tribunal. Porque allí se conocieron, en un tribunal
 repleto de pajaritos y pajaritas que, por hacer la gracia, se hacían
 caquitas y pipitos en la sala de lo pañal. Y fue allí, bajo el chirimiri
 semisólido y cantarín, donde tuvo lugar el primer duelo de egos. El ego
 de ella se deslizó por el ombligo de la cintura, bailó un grácil arabesco
 siguiendo los acordes de A las barricadas en versión Backstreet Boys 
y miró de frente al ego de él, que disfrazado de legionario romano,
 defendía a Britney Spears con un enérgico y libertario claqué. La batalla
 fue, a partir de aquella primera vez, un drama sinfónico para piano y
 trombón, toda orquestación era poca con tal de disimular el chiste
 desenlazado que anidaba en cada corazón. Era así: el ego de ella y el 
ego de él trataban de enterrar, allá en el fondo de cada aviso de
 cardiopatía, a la niña y al niño que se morían, por lo bajini, de risa.

Y aquí la ratita se calló y no me quiso contar más. Yo me enfurruñé, 
pero era una ratita tozuda y yo me enfadé tanto que la ataqué, 
le dije que era una amargada, que por qué ella, una ratita así tan 
en la flor de la vida, vivía encerrada en aquella ermita tan lejana y
 solitaria, sin siquiera un mal amante que le alegrara las sábanas 
y las noches. ¿Por qué? Exclamé. ¿Por qué? Y la ratita filósofa 
me contestó enseguida, con picarona vocecita: Porque 
yo siempre estoy filosofando un ratito.

Y filosofando filosofando, este chiste ya se ha puesto colorado.