“Tú has sido la piedra en mi camino”, eso decía Sole Giménez cuando
cantaba en Presuntos Implicados, y pienso que todas podemos cantar
esa frase
y evocar a alguien que fue esa gran piedra que nos regaló
un porrazo altamente
destrozador. O dos. O más.
Pero, si nos paramos un poco a observar esto, no son las enormes
piedracas del camino las más peligrosas, quiero decir que al ser
grandes
se las ve bien, incluso podemos practicar el arte de la escalada con
ellas;
las peligrosas de veras son las piedrecicas aparentemente inofensivas,
esas que parece que están sueltas pero que no lo están, o esas
otras que son
pequeñicas pero matonicas.
Y esto de las piedras de tamaños diferentes me lleva a esto
otro:
Los grandes personajes todopoderosos, de la política o de la economía
o
del espectáculo ese que debe continuar, están tan arriba y son tan
famosos que
ya de lejos se les ve lo poco de fiar que son, o lo crueles,
o lo egoístas y
engreídos, más que grandes piedras del camino son
monumentos de granito y de
cara muy dura plantados ahí, para que
todo dios los vea y los adore. En cambio
los jefecitos, o las jefecitas,
los tronos pequeñitos que encontramos en
nuestra vida cotidiana son
más difíciles de detectar, y los asimilamos en
nuestro quehacer
diario, o los evitamos, o intentamos exorcizarlos con bromas,
o silencios, o reproches en voz baja, cuando no
nos enzarzamos a grito pelao
con ellos.
Esas piedrecitas se nos meten en los zapatos, o en los
calcetines o
en los calzoncillos o en las bragas o en el suje, o se esconden debajo
de la piel y se instalan cómodamente en nuestra cabecita, en nuestro
corazoncito, en nuestro insomnio. Esas pueden llegar a convertirse en
nuestro
pequeño dictadorzuelo, nuestra propia canciller caprichosa
e inflexible,
nuestra peor y más resbaladiza piedra en el camino.