Salió del asfalto y se metió entre los árboles, un lugar pequeño en medio de
la ciudad que no acolchaba del todo el ruido, pero que por lo menos le daba
un poco de paz. Una paz escasa, sí, algo así como una tregua, pero también
podía ser un refugio donde recuperar esa calma tan esquiva o, quizá, era un
punto de partida. Y sintió que necesitaba mear, de pronto la necesidad era
urgente y meó, discretamente, protegido por un árbol que le dijo Soltérate.
Así se lo dijo, sin avisar. Y él supo que en la ciudad había cientos de parejas
felices, miles de parejas que ni fú ni fá, y luego estaban parejas como la suya:
un penoso y triste redil, y sus raíces le pedían salir ya de allí. Entonces la vio,
caminando por la avenida, era tan guapa, y su forma de caminar, y ese gesto
al mirar hacia arriba, hacia aquella bandada de pájaros… Y sabía además, porque
la conocía, de su inteligencia y de su sentido del humor y de su sensibilidad
extraordinaria,
y de cómo esa fina tela a veces la asfixiaba y le vaciaba el alma,
y era témpano
hiriente y, también, caprichoso y cruel. La había estudiado en casa,
a ella, a
su pareja, con ojos llenos de comprensión incansable, y la había querido
hasta
la gota más primitiva del sexo, eran sus besos tan llenos de noche…
que todo el
silencio cabía en ellos, y oírla suspirar era la paz y la guerra fundidas,
la
música y la tormenta lloviéndole en la piel. Ahora la ve caminar y piensa
en la
última vez que se desnudaron, pero el árbol insiste Soltérate. Y él pregunta
¿Por qué? Y el árbol, ¿Acaso no lo sabes tú ya? Y baja crujiendo dos de sus
robustas ramas y le coge con extrema suavidad y él, asustado, sabe que
el
impulso de esos brazos formidables terminarán con él en cielo
abierto y por un
momento será también ave que emigra y
que ella ya no ve. Es decisión de él
bajar a toda
velocidad y espachurrarse contra el suelo, o
confiar en los
árboles que quieren
abrazarle después de cada
nuevo salto. Es decisión de ella
responder o no a esa pregunta escrita
en su móvil, ¿Acaso no lo sabes tú ya?