Cuando tiene turno de tarde, ella suele caminar por caminos estrechos
llenos de flora salvaje en
las cunetas. Hay días que llega hasta el mar,
hay días, como este, muy nublados
y con aviso de lluvia, que se queda
a medio camino. Se oye el ajetreo de la
recogida de naranjas en
algún huerto, las voces, el suspiro de una caja sobre
la báscula,
el sonido metálico de la portezuela del camión…
El trajín se amortigua y en la próxima curva aparecerá ya la ciudad.
Aparece también alguien caminando
hacia ella. Cruzan la mirada y,
antes de dejar de verse, cruzan también un Hola
y un Buenos días.
Ella recuerda entonces el instituto, es él aquel chico,
aquellos idiotas
se metían con él, Flacucho, le gritaban, también se metían con
ella,
Gordinflona; insultaban a todo dios, eran del instituto privado de
al
lado y solo coincidían en la plaza de los bares en los ratos
de recreo. Él y
ella también se veían solo ahí, pero nunca
se saludaron, esta ha sido la primera
vez.
Se detiene y se gira, y ve que él también. ¿Tú eres…?, ella comienza
a decir, y él la interrumpe con
una sonrisa, Sí, soy el flacucho, y tú…
Sí, soy la gordinflona. Solo serán
cinco minutos de recuerdos comunes
que terminarán con un silencio mirado a los
ojos. Hay veces que es
así, que nadie hace lo que debería hacer, él no dice
hasta luego y ella
no recuerda que tiene prisa, días nublados que se esconden
entre
naranjos vestidos de verde y aparecen sobre la piel de las caderas
desnudas, y unos dedos le buscan los labios y encuentran la humedad
oscura y se
meten lentamente dentro de ella. Y ella no quiere hacer
otra cosa que bajar del
todo el chándal y abrir un poco más las
piernas, para que él le diga, con el
lenguaje de las manos,
todo aquello que a ella le gusta tanto.
Y será después cuando comenzará a llover y, volviendo sola a casa,
pensará que hoy no ha visto
el mar, pero desde luego no puede decirse
que se haya quedado a medio camino. Y
envuelta de lluvia alza la voz y
exclama ¡Dios mío de mi vida! ¡Qué gorda se le
ha puesto al flacucho!