divendres, 29 de maig del 2020














Creo que fue ayer cuando vi una mascarilla paseando sola por la calle a altas horas 
del mediodía. Al principio creí que era el viento quien la llevaba, pero no, era 
ella quien volaba a su aire y me miró así como con interés, e incluso me guiñó 
un pliegue con gracia y picardía. Y pensé, no sé por qué, que el gesto no iba para 
mí, que tal vez iba para mi mascarilla, y continué caminando aperplejado y 
asintomático (quiero decir que yo iba así, sin tomaticos pa’la ensaladica). 
En un momento de lucidez (también los tengo, esos momentos) me eché 
la mano a la cara, no para abofetearme en plan autoculpabilizante, 
sino para comprobar que yo llevaba la mascarilla puesta. Y no, no la llevaba. 
¿Dónde está la mascarilla? ¿Dónde se ha ido la muy pilla? Ay ay ay… Sí, has 
acertado, se había ido con ella, con la mascarilla aquella tan atractiva. 

Y me alegré por ellas, esa es la verdad. Que sean felices, que hagan el amor 
con las perdices y que se den muchos besines y (ya puestos a desear cosas buenas) 
que sobrevuelen el mundo mundial, liberadas y orgasmadas (esta palabra es 
un cruce entre orgasmos y amadas), despreocupadas y extasiadas, 
contagiadas hasta el fin de los tiempos. Sí, estos tiempos que 
se corren a pesar de tanta encerrona. 

Y aquí termina el cuentecico, no olvidéis poneros los calcetines de lana para 
ir a la playa. O sí, olvidadlo, vuestros pies os lo agradecerán… y también 
quizá se enamorarán de otros lindos pies escandalosamente 
desnudos y muy (muy muy) libertinos… 




X.S. 

(Cuentos de cuando el sexo pudo razonar, 9)