Creo que fue ayer
cuando vi una mascarilla paseando sola por la calle a altas horas
del mediodía.
Al principio creí que era el viento quien la llevaba, pero no, era
ella quien
volaba a su aire y me miró así como con interés, e incluso me guiñó
un pliegue
con gracia y picardía. Y pensé, no sé por qué, que el gesto no iba para
mí, que
tal vez iba para mi mascarilla, y continué caminando aperplejado y
asintomático
(quiero decir que yo iba así, sin tomaticos pa’la ensaladica).
En un momento de
lucidez (también los tengo, esos momentos) me eché
la mano a la cara, no para
abofetearme en plan autoculpabilizante,
sino para comprobar que yo llevaba la
mascarilla puesta. Y no, no la llevaba.
¿Dónde está la mascarilla? ¿Dónde se ha
ido la muy pilla? Ay ay ay… Sí, has
acertado, se había ido con ella, con la
mascarilla aquella tan atractiva.
Y me alegré por
ellas, esa es la verdad. Que sean felices, que hagan el amor
con las perdices y
que se den muchos besines y (ya puestos a desear cosas buenas)
que sobrevuelen
el mundo mundial, liberadas y orgasmadas (esta palabra es
un cruce entre
orgasmos y amadas), despreocupadas y extasiadas,
contagiadas hasta el fin de
los tiempos. Sí, estos tiempos que
se corren a pesar de tanta encerrona.
Y aquí termina el
cuentecico, no olvidéis poneros los calcetines de lana para
ir a la playa. O
sí, olvidadlo, vuestros pies os lo agradecerán… y también
quizá se enamorarán
de otros lindos pies escandalosamente
desnudos y muy (muy muy) libertinos…
X.S.
(Cuentos de
cuando el sexo pudo razonar, 9)