Hace unas semanas el
jugador de fútbol Moussa Marega abandonaba un partido
en Portugal porque no
quiso sufrir más insultos racistas. Se plantó y se marchó.
Lo que más me
sorprendió fue que los compañeros de su equipo (y algunos del otro)
hicieron lo
imposible para impedirle la salida, y todas las cámaras se centraron en él,
en
su intento una y otra vez abortado por salir del campo. No lo hacían con mala
intención, los otros jugadores, pero consiguieron que la injusticia fuera
doble: la
víctima de racismo se convirtió en víctima de acoso, y todas las
cámaras le buscaban
en su desesperado y laberíntico intento por irse de allí.
Él quería irse, y no
le dejaban. Cuando al final lo consiguió, el partido se reanudó sin él.
Lo suyo, creo yo,
habría sido solidarizarse con Marega, los dos equipos y el árbitro,
y decirle a la
policía Avísenos cuando hayan echado a los entes insultantes, entonces
volveremos a jugar. Pero el sistema actual no funciona así: en España, donde la
lista
de odio racista en el deporte profesional es larga, solo se ha suspendido
un partido
por insultos a un jugador y ¡oh, casualidad!, ¡es un futbolista que
no esconde su
simpatía por grupos paramilitares de ultraderecha! Le gritaron
puto nazi a un
nazi y lo pararon todo. Le gritan puto negro a un negro y venga,
a
seguir, que el espectáculo debe continuar.
La sociedad actual
está llena de supremacistas, gente que se autoproclama
superior por ser blanca,
o por ser de un país, o de un gremio, o de un sexo, o de
un club de fútbol. Hay
hasta quien se cree superior por ser humano, y crea un
pedestal imaginario
(como hizo el nazismo, que creó un imaginario pedestal ario)
para elevarse
sobre todo lo demás y maltratar desde ahí, por ejemplo, a un toro.
El toro, en la
plaza, se quiere ir y no le dejan, el espectáculo consiste,
precisamente, en
hacerle sufrir, para mayor gloria del humano supremacista.
Y plazas de tortura
hay muchas en la sociedad del espectáculo, y solo es necesario
un poco de
solidaridad (la que no tuvieron los compañeros de Marega) y un poco de
empatía
para eliminar, también, la plaza de tortura machista (no soy mujer, y eso
no me
impide sentir el dolor de una mujer como propio, por eso apoyo la causa
feminista), o la plaza de tortura económica, o la plaza de tortura de las
fronteras
(¿sabes lo que está pasando estos días en Grecia?). Podemos
denunciarlas, si
queremos. Y abolirlas, si nos unimos. Si nos unimos sin
importarnos de qué
color, o de qué sexo, o de qué etnia, o de qué qué. Si
evolucionamos
a mejor, que ya va siendo hora.
-X.S.-