Érase una vez (o más de una vez) en un lejano (o cercano)
lugar,
un rey (o una reina) cualquiera. Así pues, estamos hablando de un
(o
una) cualquiera que vivía por y para sus miserables asuntos y que,
cuando no
sabía qué hacer, se ocupaba de sus hagoísmos de siempre,
hagoísmos que
reflejaban (y legitimaban) los hagoísmos de sus
súbditos más miserables. Estos
hagoísmos eran estar guapo
(o guapa) delante del espejito mágico (o adulador),
estar
protocolariamente poderoso (o poderosa) y estar
(esto era lo más importante)
como un cencerro.
Porque así eran, en un lejano lugar (sí, mejor decimos
lejano)
(jueces hagoístas no ven bien que hablemos claro), en fin, decíamos
que
así eran, en un lejano lugar, esos (y esas) cualquiera, para gloria
eterna de
su (no es nuestra, es suya) patria eternamente sagrada (y
eternamente
mancillada por sus caprichitos) (para algo es suya) (para
sentarse encima de
ella cuando en gana les venga a sus reales
posaderas) y por la gracia otorgada
por un dios (o una diosa)
(un odioso o una odiosa, en todo caso) cualquiera.
En fin, érase una vez un fin de cuento (o de relato)
(o de
mensaje navideño) acompañado de una cuchufleta
para un rey (o una reina)
cualquiera.