La presunta señora (en realidad una extraterrestre exploradora)
ha cometido un error, acaba de darse cuenta y ahí está: inmóvil en
la calle añorando con la mirada quizá la galaxia lejana que la vio nacer.
Sí,
cometió el indisculpable error de salir a la calle sin mirarse el
ombligo. Y
ojo que se lo repitieron una y otra vez en el centro de
adiestramiento: hay por
ahí civilizaciones en las que eso de mirarse
el ombligo lo tienen tan arraigado que
más que costumbre
es ley y es, por tanto, ombligación ineludible.
Y yo la observo mientras espero de pie en la parada de autobús,
escondido detrás de una mascarilla. Y trato de recordar en qué siglo
y
en qué planeta estoy, porque ya no sé si aquí está prohibido el uso
de
mascarilla en exteriores o era al revés o era en interiores solo los
años
bisiestos, pero la mirada de la extraterrestre secreta me busca
y me encuentra
y ya no me importa la normativa vigente,
solo ella viniendo, sin dejar de
mirarme.
Y el autobús aparece y yo me subo de un salto y ella no se sube
de un salto, prefiere subir dando dos saltos. La próxima parada está
justo
a dos millones de años luz, en la galaxia más cercana al sur de la
periferia
exterior, y ella y yo nos sentamos, nos quitamos los disfraces
y por fin, con
un enjambre de estrellas salpicando las ventanillas
oscuras de la nave-autobús,
desplegamos las alas y dejamos
volar sin restricciones nuestra imaginación.