Y no me detendré ahora
en las perversiones de la tradición social y lingüística,
que habla solo de
mujeres fatales, cuando ha habido más hombres fatales que
mujeres fatales. Solo
apuntaré que para ser un personaje fatal de esos que hacen
la vida imposible a
otra(s) persona(s) hay que tener una posición de poder, y si
hablamos de poder
ya sabemos cómo va el reparto, y el abuso, y la injusticia.
Tampoco pondré a
parir a nadie porque haga sufrir desde su superioridad económica
o intelectual,
o desde su excelsa belleza. No, no lo haré, porque parir es una de las
tareas
más difíciles que existen, y yo, como hombre, no tengo ningún derecho a
burlarme, ni aunque sea indirectamente, del acto de parir. No hablaré, tampoco,
ni de partos naturales ni de las cesáreas, ni de las mujeres que murieron en el
pasado víctimas de partos imposibles. Hablaré de lo que me libera, de esa mujer
maravillosa con la que hablé hace unos días, madre reciente, serena aun con las
mil
tormentas que ha sufrido. Me alegra saberla viva, saberla despierta y hasta
diría
insumisa, y poder compartir con ella instantes así, junto a su hijo y su
pareja.
Hablo también de la
mujer que vi ayer en un lugar lleno de recuerdos. Le busqué
los ojos al despedirme y ella me regaló su mirada, y nos sonreímos levemente. Así
son los regalos, hay
que dejarlos ir y venir, si quieren ir y venir, y hay que dejarlos
crecer, si
queremos que crezcan. Luego salí y caminé procurando no meter los pies
en los
charcos, el cielo atardecía y la lluvia se alejaba. Pero a mí me gustan los
charcos
y por eso, caminando, me dejé conducir por la mirada de aquella mujer que
empujaba
un carrito de bebé y que me sonrió apaciblemente, y yo no pude
resistirme y me
dulcifiqué en sus ojos. Sonreí también, bajé la cabeza y seguí
mi camino, acogido
por los árboles sin hojas y todavía húmedos, y me sentí
flotar, no necesitaba luchar
con ningún narcisismo, por más bello que fuera.
Pensé que todas las personas lo tenemos,
ese narciso, o esa narcisa, y que a
veces creemos enamorarnos de narcisones
o narcisonas monumentales, cuando lo
que en realidad estamos haciendo es
hinchar nuestra propia fatalidad, nuestro
propio vacío.
Ayer el camino me traía
ecos amables de otros pasos que sufrí hace tiempo y que
supe transformar, a
base de lágrimas y de mucho esfuerzo y sinceridad conmigo
mismo, en pasos como
los de ayer, indefinibles pero llenos de paz. Y un chico y una
chica pasaron
agarradas cerca de mí, y ella levantó la cabeza y me miró. A veces la
belleza es
así: camina y nos mira como si hubiera descubierto, de repente, que existe
un
mundo increíble que es capaz de expresarse más allá de las mentiras. Podemos
creer en ellas, en las mentiras. O podemos creer en ellas, en las gotas de
lluvia
cuando nos miran y nos hacen llorar. Llorar sin dolor. Llorar de puro
placer.
-Ximo Segarra-