Rip y Dep, los personajes de esta viñeta, son en realidad actores (bueno, Rip
es actor, Dep es actriz) que a veces representan obras de
teatro en el cementerio
donde viven (bueno, vivir vivir, lo que se dice vivir,
no viven, pero están allí),
para actuar bajan de sus nichos y la gente a veces
aplaude desde arriba y a
veces no. Hay gente muy variada en los nichos de ese
cementerio, hay quien
a veces baja y hace monólogos, hay quien canta, hay quien
pinta… en fin, cosas
para hacer menos eternas las horas eternas. Pero de normal
están en sus nichos,
y aunque a primera vista son todos muy parecidos, una
mirada atenta descubre
que no, que hay nichos que nunca abren sus ventanas (algunos
no tienen ni
ventanas), otros tienen cortinas, o estores o contraventanas, hay
quien sólo tiene
papeles de periódico o de colores en los cristales… Es
conocida en el cementerio
la historia de Romero y Jubileta, él vivía (o moría)
en uno de esos nichos con
cristales y poco más, tenía poca privacidad pero
vivía (bah, digamos que vivía)
casi siempre de espaldas a la calle, no parecía
importarle que le vieran mientras
se cambiaba, o mientras leía, o mientras
jugaba a los dados con sus dientes, y
apenas salía a su pequeño balconcito. En
cambio Jubileta era distinta, ella
además de cristales tenía contraventanas y
cortinas, y se había acostumbrado
a una vida (sí, digamos vida) discreta. Pero
eso cambió cuando Romero llegó
al cementerio, a partir de ahí empezó a hacer
cosas raras, como mirar una y
otra vez desde su nicho a la calle, o cambiarse
de mortaja sin importarle si
alguien miraba. Bueno, sí le importaba si alguien
miraba, ella ardía en deseos
de que Romero la mirara. Su vida (o su muerte) a
partir de ahí fue un sinvivir
(o un sinmorir), abría y cerraba las contraventanas
fuera de sus horarios
habituales, salía al balcón mucho más que antes y a
menudo se quedaba
mirando de noche el nicho dormido de Romero (él no era ave nocturna
como ella),
y desesperaba. Porque Jubileta se había enamorado de Romero, al
principio no
quiso aceptar que cuando lo veía sentía un hormigueo (o un gusaneo) en los huesos,
o en la flor que crecía al sur de su vientre, pero al final
supo que moriría de
amor si Romero seguía así, dándole la espalda casi siempre,
o así, mirándola casi
nunca, o así, ajeno al baile del corazón de Jubileta. Porque
ella, Jubileta, ya no
cerraba sus ventanas como antes, ahora las cerraba porque
cuando las tenía
abiertas apenas podía hacer otra cosa que mirar el nicho de
Romero, mil y una
veces cada día, mil y una noches cada vez. Una tarde llovió en
el cementerio,
hacía mucho tiempo que no llovía, y ella se asomó a la ventana
entreabierta y
quiso compartir el llorar del cielo con él, pero él no estaba, y
su nicho estaba
oscuro, y ella, aquella tarde, sintió que cada gota anegaba un
poco más la poca
alegría que aún le brotaba en el alma. Y al día siguiente cantó
una canción
desesperada, después de recitar en voz baja 20 pésames de amor, y
la lanzó al
viento. Y esta historia que sucedió en aquel cementerio expira
aquí: ni soy Sexpir
ni sé contar ahora un final feliz (ni tampoco triste). Y
además los finales de estas
historias los escriben sus protagonistas, no un
guionista, ni un soñador
que ahora sólo es una ráfaga cantarina de viento en una
calle cualquiera de un cementerio perdido.