Hablando el otro día con una cafetera (no bebo café, pero su
olor me
encanta) llegamos a la conclusión de que hay historias de amor en las
que
nadie da el primer poso, ese primer gran poso que hace que todo cambie.
En
esas historias, historias poco habituales, me decía la cafetera, lo que hay
es muchísimos
pequeñísimos posos. Sí, hay muchísimos pequeñísimos primeros
posos: posos
antiguos, y recién nacidos, y sabios, y torpes, y valientes, y con
miedo, y
calmados, y ansiosos, y decididos, y hay también posos que tiemblan…
y posos
que abrazan. Comprender que la otra persona es muy diferente a ti, pero
que en
el fondo es como tú, que se pierde y se encuentra y sabe y no sabe y
tiene
heridas y se las lame a su manera… comprender eso hace brotar esas
historias raras
de amor en las que nadie da el primer poso. Historias en las
que nadie quiere
tener toda la razón, ni toda la ventaja… historias en las que
las tormentas
secas del orgullo lo harán tambalear todo, pero historias donde
siempre se
puede aprender, historias de amor donde los pequeñísimos primeros
posos abren
la ventana una y otra vez, y vuelan, y cuando no se atreven a volar,
miran, y
dicen con la mirada, o con las manos, lo que no saben decir con las
palabras. Y
al día siguiente, quizá, dirán buenos días, o buenas noches.
Pero no me hagáis
caso, estas son cosas que hablo yo con esa
cafetera amiga mía, y ella es muy
lista y muy sensata,
pero yo estoy como una auténtica cafetera. Sí sí sí.