No es fácil calcular el tiempo necesario para fabricar un
buen puedo (digamos
puedo, será más elegante). Y no es fácil porque no hay
relación directa entre
tiempo dedicado y efecto conseguido. Lo enseñan en la
Escuela Superior del
Gaseoducto Inferior: hay quien se esfuerza sobremanera en
producir grandes
volúmenes de trabajo gaseoso y apenas logra ofrecer al mundo
un airecito
tímido y fugaz. Y ocurre lo contrario: se han documentado casos de
personas
sin estudios especializados ni experiencia en la materia que logran evacuar
esplendorosas orquestas rebosantes de trombones, trompetas, oboes,
saxofones,
tubas, flautas, armónicas, cornetas, bombardinos y acordeones.
Sí sí sí,
recientemente se publicó en National Geographic el extraordinario caso
de una
señora de Plasencia que estaba haciendo la compra en un hipermercado
y sin
avisar empezó su concierto particular. Al principio la señora pasó
desapercibida (sólo eran unos flautines delicados flotando entre las
estanterías
de las lentejas, los garbanzos y las alubias), pero poco a poco
todos los
aerófonos inventados por la humanidad llenaron, sincronizados y
jolgoriosos, el
hipermercado entero. En ese instante la señora de Plasencia
pareció sorprenderse,
pero sintiendo en su interior una riada incontenible
de creatividad gaseosa,
comenzó a contonear suavemente sus caderas y a
elevar los brazos, toda ella majestuosa
y consciente de que estaba
protagonizando algo histórico. Y fue así, todo su
cuerpo era ya movimiento
puro y armónico cuando, ante los móviles que la
estaban grabando, se
desmelenó. Aquello se convirtió en la más fenomenal sala
de conciertos
nunca vista, exultante y decibeliosa, reverberante y polifónica,
y durante un
buen rato más allí no se escuchó otra cosa que el éxtasis
multigaseoso de todos
y cada uno de los instrumentos que aquella señora
manejaba y expelía. Ella ya
no era una señora de Plasencia, era una extremeña
universal, una auténtica
diva internacional que cabalgaba sobre unas melodías
increíbles y expansivas,
sí, era una grandiosa soprano que con su grandioso ano
era capaz de acariciar
cada rincón del oído más sordo, cada rendija del
espíritu más helado, y
(lamentablemente) cada cavidad del olfato más taponado.
El final de fiesta fue apoteósico: justo cuando todos los
precios de todos
los productos lloraban tirados por los suelos, conmovidos y arrepentidos
por
sus excesos y sus pecados, justo entonces el huracán de aerófonos se
extinguió
y se apoderó del hipermercado un redoble indomable de tambores. Ellos
anunciaban una llegada. ¿La llegada de qué? Paciencia. Paciencia, porque
ya
callan los tambores y surge un solitario y finísimo sonido, es un clarinete
que
se eleva hasta la cima de la sala y allí, humildemente, cede el protagonismo
a
un matasuegras gigante que pone fin al concierto con un resoplido exultante
y juguetón.
Y el público aplaudiría, pero hace tiempo que murió de asfixia,
y ella, la diva
placentina, toda ella descansada, aligerada y digna, acabará
de llenar el
carrito de la compra con papel higiénico de primera calidad y,
sin más que
decir ni añadir ni pagar, cruzará la puerta de salida
con una íntima sonrisa de
felicidad.