dimarts, 11 d’abril del 2023






 


No es fácil calcular el tiempo necesario para fabricar un buen puedo (digamos
 puedo, será más elegante). Y no es fácil porque no hay relación directa entre
 tiempo dedicado y efecto conseguido. Lo enseñan en la Escuela Superior del
 Gaseoducto Inferior: hay quien se esfuerza sobremanera en producir grandes
 volúmenes de trabajo gaseoso y apenas logra ofrecer al mundo un airecito 
tímido y fugaz. Y ocurre lo contrario: se han documentado casos de personas 
sin estudios especializados ni experiencia en la materia que logran evacuar
 esplendorosas orquestas rebosantes de trombones, trompetas, oboes, 
saxofones, tubas, flautas, armónicas, cornetas, bombardinos y acordeones. 
Sí sí sí, recientemente se publicó en National Geographic el extraordinario caso 
de una señora de Plasencia que estaba haciendo la compra en un hipermercado 
y sin avisar empezó su concierto particular. Al principio la señora pasó
 desapercibida (sólo eran unos flautines delicados flotando entre las 
estanterías de las lentejas, los garbanzos y las alubias), pero poco a poco 
todos los aerófonos inventados por la humanidad llenaron, sincronizados y
 jolgoriosos, el hipermercado entero. En ese instante la señora de Plasencia
 pareció sorprenderse, pero sintiendo en su interior una riada incontenible 
de creatividad gaseosa, comenzó a contonear suavemente sus caderas y a 
elevar los brazos, toda ella majestuosa y consciente de que estaba
 protagonizando algo histórico. Y fue así, todo su cuerpo era ya movimiento 
puro y armónico cuando, ante los móviles que la estaban grabando, se
 desmelenó. Aquello se convirtió en la más fenomenal sala de conciertos 
nunca vista, exultante y decibeliosa, reverberante y polifónica, y durante un 
buen rato más allí no se escuchó otra cosa que el éxtasis multigaseoso de todos 
y cada uno de los instrumentos que aquella señora manejaba y expelía. Ella ya 
no era una señora de Plasencia, era una extremeña universal, una auténtica 
diva internacional que cabalgaba sobre unas melodías increíbles y expansivas, 
sí, era una grandiosa soprano que con su grandioso ano era capaz de acariciar
 cada rincón del oído más sordo, cada rendija del espíritu más helado, y
 (lamentablemente) cada cavidad del olfato más taponado.

El final de fiesta fue apoteósico: justo cuando todos los precios de todos 
los productos lloraban tirados por los suelos, conmovidos y arrepentidos por 
sus excesos y sus pecados, justo entonces el huracán de aerófonos se extinguió 
y se apoderó del hipermercado un redoble indomable de tambores. Ellos
 anunciaban una llegada. ¿La llegada de qué? Paciencia. Paciencia, porque 
ya callan los tambores y surge un solitario y finísimo sonido, es un clarinete 
que se eleva hasta la cima de la sala y allí, humildemente, cede el protagonismo 
a un matasuegras gigante que pone fin al concierto con un resoplido exultante 
y juguetón. Y el público aplaudiría, pero hace tiempo que murió de asfixia, 
y ella, la diva placentina, toda ella descansada, aligerada y digna, acabará 
de llenar el carrito de la compra con papel higiénico de primera calidad y, 
sin más que decir ni añadir ni pagar, cruzará la puerta de salida 
con una íntima sonrisa de felicidad.