Les sucede a algunas personas, sí, que por la noche se encienden
y por la mañana andan por las calles apagando incendios y rayos y
truenos. Tal vez son, o somos, farolas y farolos víctimas de no muy
cortos
cortocircuitos y de no muy largas estancias en el paraíso.
Y podría ahora yo extenderme lentamente cual mancha de aceite sobre
el asfalto de la melancolía, y hablar de los candiles y las
candilejas que
nacieron para ser lumbre y murieron en el olvido a la orilla de
una
alcantarilla cualquiera, pero mejor me vestiré de detective y me
sumergiré
en el vientre de esa alcantarilla cualquiera.
Allí hay una cucaracha insomne que se pasa toda la noche en
movimiento, patita a patita trajinando sin parar, quizá para no ser
vencida por
el congelado aliento que habita en las entrañas del invierno.
O quizá es que
busca algo, y mientras busca toma copas llenas de mugre
y fuma colillas vacías
de luz. Siempre de aquí para allá la cucaracha,
va y viene y sube y baja y
celebra una fiesta cada vez que se
topa con un trocito de gofre o una pizca de
nata.
Solo parará, por fin, al colarse en una bolsa nevera medio
abierta
donde agoniza un cubito de hielo. El cubito la mira con sus ojos de
húmedo
cristal muy abiertos y le dice Cuéntame un chiste. Y ella, la
cucaracha insomne,
se acurruca pegadita a él y cerrando los ojos le
susurra Yo quiero estar a tu
helado hasta que se te cure el constipado.
Y aquí termina la historia que
escribí una mañana de invierno,
todavía vestido con el pijama de un detective
cualquiera.