Érase una vez un cuento corto que vivía entre un río y un mar y algunas
montañas y que, aun siendo tan pequeño, tenía siempre espacio y
tiempo
para contar esta pequeña historia que ahora empieza y que en breve
terminará.
Es la historia de un lugar, el lugar donde nacen los latidos,
todos. Todos los
latidos. O por lo menos todos los latidos de un corazón grande
y creativo.
Nadie sabe exactamente dónde está ese lugar, pero este cuento corto
dice que es una aldea sin rey ni reina ni jefes ni nadie que le ordene a
nadie
a qué hora hay que ir acá o allá. Es un lugar siempre amenazado,
por caudillos
iluminados o por autómatas acobardados, siempre hay un
odio o una rabia celosa contra la aldea donde nacen los latidos más
libres y más fuertes del mundo, y
avivan guerras para matarlo,
y construyen cárceles para silenciarlo, pero en el
país donde
nace nuestro arte hay una plaza humilde y sencilla con
unos pocos
árboles y una fuente que mana agua de
la buena. Y un tam tam. Hay un tam tam
siempre
en la plaza, ahora tocas tú, luego baja la
peluquera y toca ella, luego
toco
yo, y más tarde toca la arquitecta o el agricultor.
Y contaría más, pero
ya dije al comenzar que esto es un cuento
corto, así que terminaré diciendo
Érase una vez un latido.
Y érase una vez otro latido. Y otro. Y otro más. Y
otro y otro y miles de millones de latidos hasta
llegar algún día, claro que
sí, a besar
con tu mirada y con tu arte
ese lugar tan lejano y
tan cercano que
llamamos
infinito.