En un lugar de la nalga, de cuyo nombre no quiero acordarme,
no ha
mucho tiempo que vivía, posada y reposada, una mirada de
las de gozo vestido y
deleite desnudo. Era más un mirar de sabores que
un mirar de contemplaciones,
pues la nalga era la mar de carnosa, y además
no era una sola, eran dos. Y las
dos flotaban y flotan en el plato de las
sábanas blancas, sábanas que cabalgan
felices y onduladas y a veces tiesas
por el paisaje de las piernas, la cintura,
los pies, el cuello y el pelo dormido
que acuna en silencio los sueños de una
cabeza que piensa.
Y es verdad que esa cabeza piensa, como tantas otras humanas cabezas,
con el culo o con el bostezo o con la pereza hecha móvil, pero piensa y eso
a
la mirada que se acerca le calma los nervios —los ópticos y los sinápticos—
y
le reconcilia con los lugares todos de su vida perdida. Son así los fantasmas
como este, Miguel se desprende de sus laureles literarios y también de
sus
Cervantes y de sus Saavedras, y se excita inmaterial y espiritualmente
ante ese
lugar de la nalga del que ahora empieza a acordarse. Y con la inocencia
inflamada, ya casi a punto de darle un beso al culo, recuerda con claridad
el
nombre al tiempo que recibe, con generosa hediondez, el aroma añejo
del pedo más
ancho y largo que escritor ninguno haya jamás imaginado.
El pulcro bigote y la barba picuda se arrugan y se amotinan en la
peor
batalla naval de la fragancia universal, pero afortunadamente él
es un espíritu,
y por eso el tufo espectacular no le arrasa la existencia.
Y no huirá con el
rabo entre las piernas, se retirará digna y elegantemente
del lugar de los
hechos y confesará, sin vergüenza, que el lugar más
inolvidable de su vida fue
aquella curva increíble que él nunca
pudo tocar, aquel milagro hecho carne que
él un día
se atrevió a bautizar como Dulcinea.
-Ximo Segarra-
(Cuentos de cuando el sexo pudo razonar, 7)