dissabte, 28 de desembre del 2019













En un lugar de la nalga, de cuyo nombre no quiero acordarme, 
no ha mucho tiempo que vivía, posada y reposada, una mirada de 
las de gozo vestido y deleite desnudo. Era más un mirar de sabores que 
un mirar de contemplaciones, pues la nalga era la mar de carnosa, y además 
no era una sola, eran dos. Y las dos flotaban y flotan en el plato de las 
sábanas blancas, sábanas que cabalgan felices y onduladas y a veces tiesas 
por el paisaje de las piernas, la cintura, los pies, el cuello y el pelo dormido 
que acuna en silencio los sueños de una cabeza que piensa.

Y es verdad que esa cabeza piensa, como tantas otras humanas cabezas, 
con el culo o con el bostezo o con la pereza hecha móvil, pero piensa y eso 
a la mirada que se acerca le calma los nervios —los ópticos y los sinápticos— 
y le reconcilia con los lugares todos de su vida perdida. Son así los fantasmas 
como este, Miguel se desprende de sus laureles literarios y también de 
sus Cervantes y de sus Saavedras, y se excita inmaterial y espiritualmente 
ante ese lugar de la nalga del que ahora empieza a acordarse. Y con la inocencia 
inflamada, ya casi a punto de darle un beso al culo, recuerda con claridad 
el nombre al tiempo que recibe, con generosa hediondez, el aroma añejo 
del pedo más ancho y largo que escritor ninguno haya jamás imaginado. 

El pulcro bigote y la barba picuda se arrugan y se amotinan en la 
peor batalla naval de la fragancia universal, pero afortunadamente él 
es un espíritu, y por eso el tufo espectacular no le arrasa la existencia. 
Y no huirá con el rabo entre las piernas, se retirará digna y elegantemente 
del lugar de los hechos y confesará, sin vergüenza, que el lugar más 
inolvidable de su vida fue aquella curva increíble que él nunca 
pudo tocar, aquel milagro hecho carne que él un día 
se atrevió a bautizar como Dulcinea.




-Ximo Segarra- 

(Cuentos de cuando el sexo pudo razonar, 7)