diumenge, 22 de desembre del 2019
















Ella se marchó de su lado, liberada por fin de un bucle de esos que 
no dejan sentir, ni tampoco imaginar aunque sea un borroso horizonte alegre. 
Ella me contó que se había enamorado de alguien hermoso a quien el tiempo le huía 
insatisfecho, alguien de fresca y elegante belleza y poseedor de elaboradas miradas, 
miradas pasmadas que simulaban inocentes orgías existenciales.

Él se ensimismaba incluso con las amantes más bellas y entregadas, se dejaba hacer 
y alguna que otra vez hasta ensayaba con ellas uno o dos postureos excitantes, que 
había aprendido con desgana y que siempre tenían el efecto de estimular más entrega 
ajena y más placer propio. Si alguna le reclamaba más pasión, más iniciativa y más 
amor, era experto en hacerse el ofendido, y soltaba aquello de que el amor 
no es una transacción comercial, no hay que medir lo que se da ni 
lo que se recibe. Lo importante es la ilusión, decía.

Jugueteaba sin implicarse, para olvidar quizá durante un instante 
que la belleza se le pudría en el vacío de su egocéntrico infinito. 
Una de sus ocupaciones favoritas era especular con las esperanzas 
de las demás, y luego vestirse y alejarse para disfrutar de exquisiteces 
literarias, filosóficas y musicales que le hacían sentir especial y afortunado. 
En sus noches más extremas desvestía su crueldad con sutil y calculada 
indiferencia. Esa es, decía él, la forma más elaborada de ser bello: 
a la manera poderosa de los dioses. 

Y no diremos su nombre, porque podríamos decir muchos nombres, 
y él podría ser una mujer, o podría ser mucho más que un hombre o 
una mujer: una alta clase social, o un altar religioso o, quién sabe, 
una ignorancia disfrazada de palabras rimbombantes. 

Ella, sonriendo todavía con cierta tristeza, terminó así su breve relato: 
O quizá él es un lindo ser que pisa fuerte para que nadie le pise a él, y así, 
pisotón a pisotón, va camino de convertirse en un boleto de lotería arrugado 
y feo, mentiroso y frío. Una combinación del azar que algún día 
alguien tendrá la suerte, o la desgracia, de ganar.




Ximo Segarra 

(Cuentos de cuando el sexo pudo razonar, 6)