Cuando el verano aprieta y te asfixias en una de esas calles o plazas o
avenidas tan abundantes en hormigones, asfaltos y desiertos urbanos,
y no comprendes qué clase de seres pensantes planearon y aprobaron esos
hornos,
te dan ganas de gritar (o chillar) (o bramar) (o berrear) (o mugir)
(o ululuar)
(o gruñir) (o simplemente cantar): ¡Vivan los Árboles y la Madre
Tierra que los
Parió). Sí sí sí, porque es indecente ver tan pocos árboles en las
ciudades y encima
tan mal cuidados, porque algunos tienen las gomas de riego
por goteo obturadas,
o rotas, y no hay presupuesto ni para regarlos ni para
plantar más árboles. Por
eso lo repito y lo canto y lo ululo y lo gruño
otra vez y con más fe (o con más
ferocidad): ¡Vivan los Árboles
y la Madre Tierra que los Parió!