"Desde mi ventana veo cada mañana —cada madrugada— bandadas de niños y niñas camino
de la escuela, de la guardería, del colegio de uniforme, y la calle es entonces un ir y venir
de vida hasta que dan las nueve —como mucho— y las aceras se quedan vacías, vosotros
llenáis las oficinas y solo los viejos y las palomas pensamos estas cosas radicales."
Cuando éramos pequeños en cada barrio había dos o tres
montones de estiércol, eran grandes como gigantes y
estaban repartidos por toda la ciudad.
Por la mañana, de lunes a viernes, las mamás
y los papás nos despertaban y después de desayunar
nos llevaban al montón de estiércol más cercano
y allí nos metían, hasta la hora de comer.
Durante años esa fue nuestra rutina, no
solo por las mañanas, también volvíamos por
las tardes a que nos enseñaran números y letras
y muchas cosas que ahora es muy difícil recordar; y no
todas aprendíamos bien todo lo que nos enseñaban, porque
el olor nos emborrachaba y a más de uno se le rompían
las tripas, hacia abajo o hacia arriba, y nos mareábamos
o nos volvíamos locas, o nos cosíamos las narices con
grapas, o nos rascábamos compulsivamente las
erupciones que nos brotaban en los egos...
Aun así, aprendíamos, casi nada, pero
aprendíamos, y supimos leer y escribir mejor
o peor, o contar hasta el mil o incluso hasta rozar
el infinito, y supimos que había un mundo ahí fuera, y
que si estudiábamos mucho podríamos salir del montón
de estiércol con buenas notas. Y que con buenas notas
podríamos acceder a montones de estiércol más grandes
y olorosos, y que si nos esforzábamos mucho incluso
podríamos llegar a ser, para regocijo de nuestros
papás y nuestras mamás, un grandioso montón
de estiércol admirado (y también odiado)
por el resto de la suciedad.
Ximo Segarra