Era de noche y llovía. Y
tronaba a lo lejos, y hacía un frío que congelaba.
Estaba tan oscuro y triste
el cementerio que, recién comenzado el relato, ya
casi nadie quedaba leyendo
estas palabras. Ya ni gusanos había en los ataúdes,
solo dos o tres ánimas en
pena gimiendo lastimosas por los rincones, buscando
con desespero algún corazón
inocente para invadirlo y encogerlo, y luego
mordisquearlo sin compasión. Pero
no, aquello estaba muerto más allá de la
muerte, y las últimas almas en pena se
largaron con sus novios los zombis
a la ciudad, a ver el telediario, a
disfrutar del susto cotidiano, y
relamerse entre verdades oficiales y mentiras
malolientes.
La bruja llegó entonces,
traía consigo la luna llena y la seguía el
hombre lobo y caperucita la roja. No
venía la bruja montada en escoba,
venía cabalgando sobre su cama de calor
húmedo y ardiente, y se posó en
medio de las tumbas ya enlazada desnuda con el
hombre lobo y besada con
devoción excitada por caperucita sin ropa. La escena
de sexo llegó a inflamarse
tanto de amor entregado, que el cementerio comenzó a
despertar, y sin avisar
amanecía, con las nubes y el sol sumándose a la orgía.
Y no tronaba, los cuerpos
resucitados ronroneaban, y la piel caliente renacía
en los huesos, en la belleza y
en la vida, y quien quería se amaba sin miedo,
sin hipotecas, sin juicios finales
y sin frío. Y quien no quería, miraba y
sonreía, y cantaba sin vergüenza
sueños desatados. La revolución bailaba, y las
dictaduras
cobardes y asustadoras brillaban por su ausencia.
Era el día de la
resurrección de las almas valientes,
se habían cansado de morir, y la única salida
que aceptaban
era esa: vivir. Vivir sin más. Y vivir sin menos.
-Ximo Segarra-
(Cuentos
de cuando el sexo pudo razonar, 3)