divendres, 1 de novembre del 2019












Era de noche y llovía. Y tronaba a lo lejos, y hacía un frío que congelaba. 
Estaba tan oscuro y triste el cementerio que, recién comenzado el relato, ya 
casi nadie quedaba leyendo estas palabras. Ya ni gusanos había en los ataúdes, 
solo dos o tres ánimas en pena gimiendo lastimosas por los rincones, buscando 
con desespero algún corazón inocente para invadirlo y encogerlo, y luego 
mordisquearlo sin compasión. Pero no, aquello estaba muerto más allá de la 
muerte, y las últimas almas en pena se largaron con sus novios los zombis 
a la ciudad, a ver el telediario, a disfrutar del susto cotidiano, 
relamerse entre verdades oficiales y mentiras malolientes. 

La bruja llegó entonces, traía consigo la luna llena y la seguía el 
hombre lobo y caperucita la roja. No venía la bruja montada en escoba, 
venía cabalgando sobre su cama de calor húmedo y ardiente, y se posó en 
medio de las tumbas ya enlazada desnuda con el hombre lobo y besada con 
devoción excitada por caperucita sin ropa. La escena de sexo llegó a inflamarse 
tanto de amor entregado, que el cementerio comenzó a despertar, y sin avisar 
amanecía, con las nubes y el sol sumándose a la orgía. Y no tronaba, los cuerpos 
resucitados ronroneaban, y la piel caliente renacía en los huesos, en la belleza y 
en la vida, y quien quería se amaba sin miedo, sin hipotecas, sin juicios finales 
y sin frío. Y quien no quería, miraba y sonreía, y cantaba sin vergüenza 
sueños desatados. La revolución bailaba, y las dictaduras 
cobardes y asustadoras brillaban por su ausencia.

Era el día de la resurrección de las almas valientes, 
se habían cansado de morir, y la única salida que aceptaban 
era esa: vivir. Vivir sin más. Y vivir sin menos.





-Ximo Segarra- 

(Cuentos de cuando el sexo pudo razonar, 3)