dissabte, 9 d’abril del 2022





 



Púlpitos hay en todas partes, no solo en las iglesias. Es verdad que en 
las iglesias hay muchos, pero no entraré ahora en ese tema, mejor
 hablaré de los púlpitos que hay en las calles, en las escuelas, en las 
salas de espera, en las fábricas, en las colas del paro… Sí, quien más 
y quien menos atraviesa sus días y sus noches conduciendo su púlpito
 particular. Y eso pasa porque somos árboles frutales. Sí: árboles frutales
 que naufragan en el asfalto, comprando y vendiendo pulpas se nos va la
 vida aunque lo más natural sería regalarlas, sí, dar y recibir nuestras
 pulpas hermosas, no lanzarnos sin piedad esas otras pulpas, las
 paranoicas lapidarias chungas, más saludable es compartir sin 
tickets ni facturas los frutos sabrosos que nos nacen.

¿Utópico? ¿Liberador? ¿Bobadas? Depende de lo que seas, o de lo 
que quieras ser, yo digo estas cosas porque soy una higuera (ojo, no 
digo que estoy en la higuera) (digo que soy una higuera). Y no por ser
 una higuera soy peor o mejor que nadie, o sufro más o menos, cada
 quien es lo que es y todas tenemos nuestro dolor y nuestro corazón, 
yo por ejemplo tengo un amigo que es un cactus y parece que es un 
tío despreocupado y ocurrente y seguro de sí mismo pero se lo pasa 
fatal el pobre cuando no puede dejar de lloverse a sí mismo.

Insisto: somos árboles frutales, o árboles sin más, o cactus o flores o
 incluso huertos salvajes. A veces las ramas y las hojas no caben, se
 rompen en esas puertas y esos muros que se construyen para cobrar
 algún peaje o secar alguna acequia, y que impiden a la higuera o al
 rododendro o al peral acariciar las raíces amadas que caminan por
 debajo del camino, acariciarlas hasta que la eternidad florezca.

Sí, las ramas de la memoria herida pueden tapar 
la profundidad 
del paisaje que vivimos, pero hay todavía árboles que quieren ver 
y superan la ceguera de su propio orgullo. Y hay árboles que 
crecen porque deshacen la dureza de su propio púlpito. 
Y también hay árboles que tienen su verdad y no 
crucifican la verdad del otro, se arriesgan a 
escucharla. Hay, en fin, bosques enteros 
que palpitan allá donde 
nadie los espera.