diumenge, 30 d’abril del 2023





 


Rip y Dep, los personajes de esta viñeta, son en realidad actores (bueno, Rip
 es actor, Dep es actriz) que a veces representan obras de teatro en el cementerio
 donde viven (bueno, vivir vivir, lo que se dice vivir, no viven, pero están allí),
 para actuar bajan de sus nichos y la gente a veces aplaude desde arriba y a
 veces no. Hay gente muy variada en los nichos de ese cementerio, hay quien 
a veces baja y hace monólogos, hay quien canta, hay quien pinta… en fin, cosas
 para hacer menos eternas las horas eternas. Pero de normal están en sus nichos,
 y aunque a primera vista son todos muy parecidos, una mirada atenta descubre
 que no, que hay nichos que nunca abren sus ventanas (algunos no tienen ni
 ventanas), otros tienen cortinas, o estores o contraventanas, hay quien sólo tiene
 papeles de periódico o de colores en los cristales… Es conocida en el cementerio
 la historia de Romero y Jubileta, él vivía (o moría) en uno de esos nichos con
 cristales y poco más, tenía poca privacidad pero vivía (bah, digamos que vivía)
 casi siempre de espaldas a la calle, no parecía importarle que le vieran mientras
 se cambiaba, o mientras leía, o mientras jugaba a los dados con sus dientes, y
 apenas salía a su pequeño balconcito. En cambio Jubileta era distinta, ella
 además de cristales tenía contraventanas y cortinas, y se había acostumbrado 
a una vida (sí, digamos vida) discreta. Pero eso cambió cuando Romero llegó 
al cementerio, a partir de ahí empezó a hacer cosas raras, como mirar una y 
otra vez desde su nicho a la calle, o cambiarse de mortaja sin importarle si
 alguien miraba. Bueno, sí le importaba si alguien miraba, ella ardía en deseos
 de que Romero la mirara. Su vida (o su muerte) a partir de ahí fue un sinvivir 
(o un sinmorir), abría y cerraba las contraventanas fuera de sus horarios
 habituales, salía al balcón mucho más que antes y a menudo se quedaba 
mirando de noche el nicho dormido de Romero (él no era ave nocturna como ella),
 y desesperaba. Porque Jubileta se había enamorado de Romero, al principio no
 quiso aceptar que cuando lo veía sentía un hormigueo (o un gusaneo) en los huesos
o en la flor que crecía al sur de su vientre, pero al final supo que moriría de
 amor si Romero seguía así, dándole la espalda casi siempre, o así, mirándola casi
 nunca, o así, ajeno al baile del corazón de Jubileta. Porque ella, Jubileta, ya no
 cerraba sus ventanas como antes, ahora las cerraba porque cuando las tenía
 abiertas apenas podía hacer otra cosa que mirar el nicho de Romero, mil y una
 veces cada día, mil y una noches cada vez. Una tarde llovió en el cementerio,
 hacía mucho tiempo que no llovía, y ella se asomó a la ventana entreabierta y
 quiso compartir el llorar del cielo con él, pero él no estaba, y su nicho estaba
 oscuro, y ella, aquella tarde, sintió que cada gota anegaba un poco más la poca
 alegría que aún le brotaba en el alma. Y al día siguiente cantó una canción
 desesperada, después de recitar en voz baja 20 pésames de amor, y la lanzó al
 viento. Y esta historia que sucedió en aquel cementerio expira aquí: ni soy Sexpir
 ni sé contar ahora un final feliz (ni tampoco triste). Y además los finales de estas
 historias los escriben sus protagonistas, no un guionista, ni un soñador 
que ahora sólo es una ráfaga cantarina de viento en una 
calle cualquiera de un cementerio perdido.